domingo, 15 de abril de 2018

Las redes sociales.

Un tono musical acompañado de una vibración perturban mi descanso. Es la hora de levantarse, otro día más. Abro los ojos y extiendo mi brazo derecho, hasta llegar a la mesa donde tengo el móvil. Apago la alarma. Me quedo cinco minutos más en la cama, porque hoy tengo tiempo. Voy a mear, me lavo las manos, caliento la leche semidesnatada del mercadona un minuto y veinte segundos.

Mientras, tengo el smartphone en mis manos. Estoy leyendo Twitter para enterarme de lo que ha pasado en el mundo mientras yo dormía. Dejo el teléfono inteligente en la encimera mientras echo colacao a la leche que acabo de calentar, porque sí, con veintidós años aún tomo leche con colacao por las mañanas. Cuando todo está listo, guardo mi celular en un bolsillo, cojo un paquete de galletas y el vaso con leche y me voy al salón a desayunar. Lo dejo todo en la mesa, y me tomo un momento para leer Twitter de nuevo. Cuando ya he acabado, paso a Instagram. Aquí no se lee nada, si no que se ven historias con imágenes. Casi todas son de amigos y conocidos que han salido de fiesta por la noche. Apenas puedo entender nada de lo que dicen porque en la discoteca o pub en el que están, la música está (obviamente) muy alta y es lo único que se oye. Igualmente, no tiene pinta de que se hayan divertido mucho, si las discotecas abren 6 horas y a cada hora hay una historia. Otras historias son con frases hechas, vacías, que no significan nada, pero que te llenan el alma y te reconfortan porque son lo que necesitas oír justo en ese momento. Y otras historias, son simplemente fotos de personas en sitios característicos de una ciudad. Así que ya he acabado de ver lo que ha pasado en Instagram mientras descansaba, y por fin puedo desayunar.

Ya he desayunado, y ahora tengo que hacer las tareas de la casa, tardo en torno a una hora en hacerlas. Cuando acabo, me tumbo en la cama, y de nuevo, abro twitter para ver que hay. Es algo casi instintivo. Otra vez la timeline no tiene más novedades que mostrarme, así que voy a Youtube a ver que nuevos vídeos hay en la feed. A todo esto, continuamente, como si de un bombardeo de misiles propiciado por un mortero virtual se tratase, llegan a mi móvil constantemente mensajes a Whatsapp. A veces son memes, a veces son planes para la tarde de mis amigos, a veces son cosas del trabajo, y a veces, simplemente son chorradas. Nunca para de sonar, y si lo pongo en silencio, la pantalla de enciende, como se encienden las luces de neón de un club de alterne, para recordarme que aunque no pueda oírlo, los misiles siguen cayendo.

Y así pasamos los días, sin darnos cuenta, hemos entrado en una prisión gigantesca, en la que no estamos en una única celda si no en varias, y nos vamos moviendo de una a otra conforme nos aburrimos en ellas. Nos creemos que tenemos libertad pero no es cierto, estamos presos entre los barrotes virtuales de la cárcel con más presos de la historia de la humanidad; Internet. Y lo peor no es eso, tampoco es darte cuenta. Lo peor es darte cuenta de que no podemos salir. Usamos las redes sociales para todo; para concretar un trabajo de clase, para enterarnos de las últimas noticias del mundo, para conocer gente, para concertar una entrevista, para saber donde tienes que ir a trabajar, para expresar una opinión.. También las usamos para stalkear a la persona que nos gusta, o alguien que nos cae mal, o incluso a uno de nuestros amigos simplemente para ver que ha puesto, y mientras hacemos todo esto, esperamos que alguien más grande que nosotros no haga lo mismo a nivel mundial, esperamos que nadie recolecte nuestros datos para usarlos en nuestra contra o para sacar beneficio de ellos. Somos iguales que ellos pero a menor escala. Lo malo es que nosotros estamos encerrados, y no podemos salir. Da igual que cierres todas tus cuentas, al final necesitarás volver a ellas por alguna razón. Es el punto de no retorno, estamos juntos en está cárcel, y no podemos salir.

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